Amada madre (Mabel Ortega):
POR AGUSTÍN OCHOA ORTEGA, En unos días se cumplirán seis meses desde tu repentina partida, un acontecimiento que ha dejado un vacío profundo y difícil de llenar en todos aquellos que tuvimos el privilegio de amarte con sinceridad. El dolor persiste en papá, en tus hermanos, especialmente en Nilda, tu favorita y compañera inseparable, y en tus sobrinos, sobre todo en tu adorada “cuchi perro” Matilde. Cada persona que tuvo la fortuna de conocerte, de compartir contigo momentos, ya sea en una conversación, en un cumpleaños o en los encuentros casuales con los vecinos en el supermercado, en la feria, o al verte en tu jardín cuidando de tus queridas plantas, siente esta ausencia. Personalmente, aunque me preparaste para tu ausencia, extraño profundamente nuestras interminables charlas durante el desayuno, nuestras entrañables disputas que siempre terminaban con un abrazo y un beso en la frente, y la certeza de que eras la mamá más bella del mundo. Recuerdo con cariño tus ocurrencias en los momentos más tensos, que lograban arrancarnos sonrisas espontáneas, así como esos amaneceres en los que me despiertas con la radio a todo volumen, bailando y cantando con alegría al compás de tus canciones favoritas. Sin embargo, lo que más añoro es verte, abrazarte, jugar contigo, atenderte y gritarte: “¡buen día a la mamá más bella del mundo!” mientras tú respondes con tu característico humor: “¡mentime que me gusta!”. Echo de menos escucharte, bailar a tu lado, verte cocinar y planchar, y, sobre todo, contemplarte cuidar de tu jardín, que construiste con tanto amor, y reírnos a carcajadas, como un dúo musical cómplice en nuestras locuras.
El motivo de esta misiva, mi amada madre, no es sólo para agradecerte por haberme dado la vida, sino también para expresarte mi más profundo reconocimiento por las enseñanzas que me has impartido a lo largo de los años. Desde mis primeros días, cuando enfrenté ese pequeño problema de salud que me llevó a estar en coma a solo unos días de haber nacido, has demostrado una fortaleza y un amor incondicional que trascienden cualquier desafío. Tus luchas incansables, muchas de las cuales se han llevado a cabo en silencio y con una dignidad admirable, son el fundamento sobre el cual se ha construido mi vida. Recuerdo cada uno de esos momentos vividos juntos, incluso aquellos en los que las cosas no parecían fluir de la mejor manera; juntos encontramos la manera de levantarnos, de enfrentar las adversidades y de reconocer que cada prueba era una oportunidad para crecer. Los valores que me has transmitido son un legado invaluable: la importancia de ser agradecido, la empatía hacia nuestros prójimos, la solidaridad con quienes menos tienen y el respeto infinito hacia la mujer, son sólo algunas de las lecciones que marcarán mi camino. Apreciar tu obstinación ante las dificultades, tu decisión de nunca rendirte y tu incansable prioridad por mi bienestar por encima del tuyo, son cosas que me motivan a ser una mejor persona cada día. Por todo esto y mucho más, quiero que sepas que hoy estoy aquí, en gran medida, gracias a tu lucha y a la luz que has sembrado en mi corazón.
En estos momentos, evocar aquellos recuerdos compartidos con mi adorada madre me llena de una profunda nostalgia; innegablemente, queda grabado en mi memoria el compromiso y la dedicación que siempre demostró. Recuerdo especialmente aquellos jueves por la tarde, cuando me llevaba al Hospital Jorge de Burzaco para mis sesiones con el fonoaudiólogo, tras haber trabajado incansablemente toda la mañana como empleada doméstica. En ese entonces, apenas tenía tres años y mi desarrollo del lenguaje era motivo de preocupación; comunicándome solo mediante señas, mi madre no dudó en expresar su inquietud a nuestro pediatra, quien rápidamente me derivó a fonoaudiología y foniatría en el antiguo dispensario de Temperley. Con el fin de hacer más llevadero el trayecto desde nuestra casa hasta el hospital, mi madre decidió comprarme una bicicleta, un gesto que aún recuerdo con cariño. Sin embargo, en mi afán de explorar y jugar, solía dejarla atrás y, mientras caminaba, escuchaba su voz llamándome, instándome a esperarla para cruzar la calle. Después de cada consulta, ella me llevaba a una plaza que se encontraba a escasa distancia, donde podía disfrutar de las hamacas y la libertad de jugar al aire libre. En una sincera conversación que tuvimos unas semanas antes de su fallecimiento, me confesó cuánto disfrutaba caminar por ese sector lleno de flores, un lugar que la hacía sentir como una verdadera reina. El año pasado, otro momento de significativa conexión se presentó cuando la acompañé a realizar los trámites para obtener su carnet de discapacidad; tomándola del brazo, recordé con una sonrisa las vueltas inesperadas de la vida y le dije: “Viste, mamá, lo que son las vueltas de la vida. Vos durante tres años me traías acá y ahora, de grande, te estoy acompañando a ti”. Este intercambio, que tuvo lugar en los primeros días de julio de 2024, encapsuló de manera conmovedora nuestra historia compartida, resaltando cómo los papeles de madre e hijo pueden entrelazarse de formas sorprendentes en el transcurso del tiempo.
En este momento, surge un recuerdo que evoca una mezcla de nostalgia y emoción profunda, aquel en el que escuchaba la potente interpretación de “Los Caminos de la Vida” por Vicentico a través de la radio. Era un momento que desataba en mí un torrente de lágrimas, abrazado a mi madre con la angustia de un niño que teme perder la única figura de amor incondicional en su vida. En mis ojos, la posibilidad de que ella pudiera dejarme en soledad a una edad tan temprana era un terror constante. Cada vez que los acordes de esa canción inundaban el ambiente, inevitablemente me regalaban una excusa para dejar de lado cualquier actividad, correr hacia ella y encapsularme en su abrazo, mientras sollozaba desconsoladamente, suplicando: “Mami, no me dejes, no te vayas nunca de mi vida, por favor”. Su respuesta siempre fue un abrazo cálido, seguido de un intento de calmarme a través de suaves movimientos de baile, como si junto a su ritmo pudiera ahogar mis temores. Aún hoy, esa canción tiene el poder de tocar las fibras más sensibles de mi ser, resonando con una intensidad tal que a menudo las lágrimas brotan de mis ojos, simbolizando no solo una parte crucial de mi infancia, sino también la conexión irrompible que tengo con mi madre. Ella fue, sin lugar a dudas, mi gran compañera, mi todo; desde el primer instante en que supo de mi llegada a este mundo, me brindó su amor incondicional y luchó con valentía para sobrellevar las dificultades que enfrentó, en gran parte a causa de mi padre biológico que, tras enterarse de su embarazo, decidió abandonarla y negar mi existencia. A pesar de la maldad y el dolor que su actitud pudo haber generado, mi madre nunca dejó que eso empañara mi identidad. Su determinación fue palpable, ya que trabajó incansablemente para que pudiera establecer un vínculo con él, buscando así que me reconociera y me otorgara su apellido. Desde mis primeros pasos hasta mis logros posteriores, ella fue mi pilar, alzando la voz y levantando la vista hacia un horizonte de esperanza, hasta que apareció en nuestras vidas el hombre que se convertiría en mi padre de corazón. Juntos, disfrutaron de 23 años de amor y complicidad, de los cuales 11 fueron compartidos en matrimonio, en una ceremonia de la que tuve el honor y el orgullo de ser el padrino. La historia de mi vida, entrelazada con la de mi madre y mi padre de corazón, es un testimonio del amor resiliente y la lucha por el reconocimiento y la identidad, y cada acorde de esa canción sigue siendo un recordatorio de la fuerza de esos vínculos.
El recuerdo de aquellos viernes, imborrable en mi memoria, evoca una profunda sensación de cariño y complicidad entre mi madre y yo. Cada semana, ella gestionaba con esmero el permiso necesario en su trabajo para poder recogerme del colegio, un gesto que reflejaba no sólo su dedicación como madre, sino también el invaluable valor de su tiempo. Una vez autorizada, me retiraba del aula con su mano entrelazada con la mía, y nos dirigimos juntos hacia su lugar de trabajo, donde ella se comprometía a continuar con sus responsabilidades. Eran momentos de transición, en los que el trayecto a la fiambrería para adquirir la comida se convertía en una breve pausa en nuestro ajetreado día. A las 15 horas, nuestro itinerario nos llevaba a su segundo empleo, donde limpiaba los bufetes de un colegio del barrio. Dada la falta de alternativa para cuidarme, me llevaba con ella, lo que se transformó en una aventura que marcó significativamente mi infancia. Mientras mi madre se dedicaba a sus tareas, yo hallaba en el campo de fútbol del establecimiento educativo el escenario propicio para dejar volar mi imaginación: cada gol que anotaba era celebrado como el triunfo de un gran jugador, y cada pase se acompañaba de la narración gloriosa de mis triunfos deportivos en un torneo fantástico que solo existía en mis pensamientos. Las horas pasaban volando, y la libertad que sentía al correr sin parar me llenaba de una felicidad pura y auténtica, mientras exploraba cada rincón del juego con la inocencia que solo la niñez concede. Al caer la tarde, regresamos a casa, donde la rutina de mi madre se reiniciaba; tras una rápida ducha y un escueto bocado, su cuerpo cansado reclamaba el descanso necesario para enfrentar un nuevo día de trabajo. Yo, en contraste, agotado tras mis correrías, encontraba al fin el refugio de mi cama, donde un profundo sueño me abría las puertas a nuevas aventuras, siempre sin olvidar el beso de buenas noches que, con amor, me daba mi madre, un detalle que atesoró en lo más profundo de mi corazón.
La experiencia de recibir el almuerzo en la secundaria a cargo de mi madre es uno de esos recuerdos grabados a fuego en mi memoria, donde cada detalle se entrelaza con emociones que trascienden el tiempo. Era un día más de clases, y tras haber pasado varias horas sumido en libros y tareas, la monotonía de la rutina se rompía a la 12:30 del mediodía con un golpecito en la puerta del salón, sonido que inundaba el aire frío con una calidez familiar. Al abrir la puerta, ahí estaba ella, mi madre, portadora de una deliciosa vianda que contenía un clásico sándwich de jamón y queso, acompañado, en ocasiones, de un alfajor de maicena, un pequeño lujo que representaba una tradición que habíamos construido juntos. Esta costumbre nació en aquellas visitas al Hospital Garrahan, donde cada vez que terminábamos consultas o estudios, nuestra recompensa en la estación Plaza Constitución era un alfajor para mí y un sencillo pan de salvado para ella. Aquellas pausas para compartir y disfrutar de nuestras pequeñas "delicias" se convirtieron en momentos sagrados que no solo alimentaban nuestro cuerpo, sino que, sobre todo, nutrían el vínculo entre madre e hijo. Mi madre, siempre atenta y amorosa, había estado a mi lado en cada paso de mi vida, desde el instante en que se enteró de mi existencia, cuando me solía referir con ternura como "su hijito adorado". No obstante, en medio de la envidia que despertaban mis compañeros al ver esa escena de amor genuino y maternal, yo no podía evitar sentirme afortunado. Sus palabras, que solía despedirse con un afectuoso beso en la frente y una advertencia sobre la glucosa, resonaban en mi mente como un recordatorio constante de su afecto y su preocupación por mi bienestar. Esos momentos, llenos de calidez, cariño y cuidado, han sido la base de los recuerdos que atesoro aún hoy, enseñándome no solo sobre la importancia de la alimentación, sino también sobre el sentido de pertenencia y amor incondicional que una madre puede brindar a su hijo.
El 12 de diciembre de 2023 es una fecha que perdurará en mi memoria, no solo por ser el día de mi graduación, sino porque simboliza un triunfo compartido entre mi madre y yo, en el que se entrelazan la esperanza, la adversidad y el amor incondicional. La jornada comenzó con una mezcla de ansiedad y expectativa, dado que la salud de mi madre, un constante motivo de preocupación en los últimos meses, planteaba la posibilidad de que ese mismo día tuviera que someterse a una cirugía. La incertidumbre de su ausencia me acompañaba como una sombra, pesando sobre mi corazón y nublando la alegría que debería caracterizar un momento tan significativo. Sin embargo, a pesar de los momentos oscuros que hemos enfrentado y los miedos que me acechaban, el acto se desarrolló y, al finalizarlo, entre la multitud logré divisar a la persona que ha sido el pilar de mi vida. Al correr hacia ella y abrazarla, el mundo pareció detenerse; la mezcla de lágrimas y sonrisas se convirtió en un lenguaje único que solo nosotros podíamos entender. Le susurré, con una voz entrecortada y llena de emoción: “Mami, lo logramos y juntos”. Este instante no solo representa la culminación de mis estudios en comunicación digital, sino que también es un homenaje a su incansable lucha, a su deseo de que nunca me faltara nada en esta vida y a su resiliencia ante las adversidades. Su espíritu de lucha ha sido el faro que me ha guiado, y cada paso que di hacia mi sueño se lo debo a su sacrificio y dedicación inquebrantable.
El último año de vida de mi madre es un proceso profundamente significativo que no solo nos unió como familia en momentos de tristeza, sino que también reveló la increíble fortaleza y resiliencia que siempre la caracterizó. A finales de 2023, la situación de su salud se complicó debido a su avanzada enfermedad, lo que llevó a la necesidad de una cirugía urgente para iniciar la diálisis. Esta intervención resultó en la colocación de un catéter en su cuello, un acontecimiento que sin duda marcó un hito en su vida y en la nuestra, y que impactó enormemente nuestra rutina diaria. Con las sesiones de diálisis programadas para los días martes, jueves y sábados por la mañana, mi madre ya no podía realizar las tareas del hogar, lo que implicó una reestructuración en la dinámica familiar. Mi padre y yo nos organizamos eficientemente: él asumió la responsabilidad de acompañarla al centro de diálisis y quedarse con ella, mientras que yo me encargaba del hogar, desde la limpieza hasta la preparación de las comidas. A pesar de que los primeros meses de 2024 fueron desafiantes, comenzamos a observar una notable mejoría en su salud, aunque no sin algunos altibajos. En marzo, para nuestra alegría, mi madre pudo reanudar algunas actividades en su querido jardín. Recuerdo vívidamente el momento en que, con un esfuerzo admirable, se sentó en el suelo y comenzó a remover la tierra; ver a mi madre inmersa en esa actividad me hizo sentir como si estuviera contemplando a una niña jugando, con esa dedicación y pasión que siempre la definieron. Ella siempre fue una mujer emprendedora y llena de luz, dotada de una fuerza inquebrantable que la convirtió en la leona que protege a su familia. Solíamos turnarnos los días para cocinar; yo le decía: “Mami, vete a descansar que hoy cocino yo y te llevaré el almuerzo a la cama”. Ella, entonces, se retiraba a la habitación, encendía la tele y esperaba con ilusión nuestra comida. Sus sesiones de diálisis cambiaron de horario: en lugar de por la mañana, pasaron a ser por la noche. Recuerdo que los martes y jueves la esperaba con ansias a que regresara del centro. Al verla llegar, la recibía con un: “Mami, agárrate de mi brazo”, seguido de la pregunta de cómo le había ido, mientras la acompañaba hacia su habitación. La ayudaba a cambiarse, a quitarse los zapatos y a acomodar sus cosas. Luego, la dejaba descansar mientras revisaba mensajes y disfrutaba de su programa de televisión favorito. Pasado un tiempo, le preparaba algo de comer y me sentí satisfecho viendo su alivio. Dos días antes de su trágico suceso, mi madre regresó radiante de la sesión de diálisis, con un brillo especial en sus ojos que iluminaba todo a su alrededor. Al preguntarle por su día, ella compartió cada detalle con una alegría contagiosa. En un momento, me dijo con ternura: “Hijito, ayúdalo a papá a que entre el auto. Te tengo un premio”. Entonces, sacó un alfajor y me lo entregó, un gesto que reflejaba su esencia dulce y atenta. Lo ayudé a mi papá a entrar el automóvil y, casi instintivamente, preparé una infusión para disfrutar con el alfajor que ella me había traído. Ese momento, a través de un simple gesto, encapsuló el espíritu de mi madre: siempre generosa, siempre presente, recordándonos lo importante que es valorarnos los unos a los otros en los instantes, por pequeños que sean, que compartimos juntos.
A lo largo de mi vida, he tenido la bendición de compartir momentos inolvidables con mi madre, momentos que se han grabado en mi memoria como verdaderos tesoros. Uno de esos momentos significativos fue el día de mis 18 años, cuando me obsequió una delicada cadenita que porta con orgullo mis iniciales, y en su reverso está inscrito "mamá 5-08-1995", un recordatorio de su amor incondicional y del vínculo que compartimos. Recuerdo también el instante en que la llevé por primera vez a la cancha de Independiente, ese emblemático club que había sido su pasión durante años; la emoción que vi en sus ojos me hizo entender lo que significa compartir una verdadera pasión. Otro recuerdo imborrable fue su boda con mi padre, un día colmado de felicidad que selló un amor eterno, y que se evoca en la calidez de sus miradas y promesas. En su 70º cumpleaños, nos reunimos en su lugar favorito, donde la rodeamos de un amor sincero y genuino; la vi hacerse las uñas, llenar de expectativas su visita a la peluquería y elegir un atuendo especial; siempre ha tenido una elegancia innata que embellece cada momento. Asimismo, rememoró la ocasión en que la llevé al teatro por primera vez, un hito que le permitió conocer a Carmén Barbieri, una experiencia que iluminó su rostro con una sonrisa singular. Si bien podría extenderme aún más en la narración de estas bellas experiencias, la finalidad de esta carta es más bien transmitir la esencia de cuánto valoro y agradezco de haberla tenido a mi mamá, una mujer cuya bondad, fortaleza y amor han dejado una huella indeleble en mi ser.
Mami, tu influencia ha sido fundamental en mi desarrollo personal y en la calidad de la persona que soy hoy. Estoy profundamente agradecido por tu amor incondicional, que ha sido un faro constante en mi vida, guiándome a través de los momentos más oscuros y celebrando mis triunfos más brillantes. Has sido la encarnación del verdadero significado de la vida, mostrándome que el amor no solo se expresa a través de palabras, sino también a través de acciones y sacrificios. Tantas lecciones valiosas me has enseñado – desde la importancia del esfuerzo y la perseverancia hasta el arte de una expresión sincera y auténtica. Tu resiliencia y dedicación nunca dejaron de inspirarme; incluso en los momentos de mayor dificultad, tu preocupación por mí nunca flaqueó, y ese amor se manifestó en gestos tan increíbles que atesoro con todo mi ser. Aunque físicamente ya no estés presente en este mundo, tu esencia persiste de manera omnipresente en mi corazón, en mi mente y en cada uno de los recuerdos que me acompañan en la vida diaria. Nunca permitiré que se desvanezcan esos momentos compartidos, y estoy decidido a honrar tu legado y todo lo que me has brindado. Gracias por tu cariño incondicional, por ser una madre ejemplar y por dejarme un legado imborrable. Te amo y te llevaré siempre conmigo en cada paso que dé, por el resto de mi vida.