Por Agustín Ochoa Ortega. En pocos días, se cumplirán once meses desde tu partida, mamá. La ausencia se siente como un eco constante, un vacío que las palabras apenas pueden describir. Es imposible plasmar estos recuerdos sin que las lágrimas nublan la vista, evocando los incontables momentos de alegría, las risas compartidas y esas conversaciones que parecían extenderse infinitamente, tejiendo un tapiz de complicidad y cariño. Cada aniversario de tu ausencia es un torrente de memorias, una corriente poderosa que me arrastra a un pasado inundado de amor, valiosas enseñanzas y una conexión que, estoy seguro, trasciende el tiempo y la distancia física.
Hoy quiero compartir uno de esos episodios que marcaron mi vida de forma indeleble: tu incondicional amor de madre, ese amor que se manifestaba en la dulce satisfacción de cada uno de mis caprichos culinarios. Un capricho en particular destaca entre todos: las empanadas de pollo. Sé que a ti no te gustaban en absoluto, pero aún así, te entregabas a la tarea de prepararlas con esmero y dedicación, solo para ver la felicidad reflejada en el rostro de tu "hijito adorado", tal como solías llamarme cariñosamente en los últimos tiempos. Esa frase, sencilla pero repleta de afecto, resonaba en mi corazón y me hacía sentir el niño más afortunado del mundo. Era una confirmación palpable de tu amor inmenso, un abrazo cálido que me envolvía por completo.
El domingo pasado, coincidiendo con el Día del Padre, decidí revivir esa tradición y preparar tus clásicas empanadas de pollo para compartir con mi papá. Él, el hombre que te eligió como su amor eterno y a mí como su hijo, el compañero con quien construiste una hermosa y sólida familia. Mientras preparaba el relleno, las lágrimas rodaban inevitablemente por mis mejillas. Cada aroma, cada ingrediente, me transportaba a aquellos días felices en los que te decía con entusiasmo: "Mami, tengo ganas de comer empanadas de pollo". Y tú, sin dudarlo ni un instante, te dirigías a la pollería, comprabas el pollo más fresco, lo trozabas con cuidado y lo ponías a hervir en una olla grande. Luego, con paciencia infinita y meticulosidad, le quitabas la grasa y los huesos, separando la carne tierna para finalmente picarla en pequeños trozos perfectos. Ese pollo, luego, se mezclaba armoniosamente con la cebolla dorada, los morrones de colores, los huevos cocidos y la cebolla de verdeo fresca, creando una sinfonía de sabores que solo tú sabías orquestar con maestría. Era tu receta secreta, el ingrediente mágico era, sin duda, el amor.
Yo, a tu lado, me sentía importante y útil al ayudarte a separar las tapas de empanadas del papelito, una tarea aparentemente sencilla pero que me hacía sentir parte integral del proceso creativo. Al terminar de hacer los repulgues, me dabas las empanadas ya listas para acomodarlas cuidadosamente en la bandeja, preparadas para entrar al calor reconfortante del horno. El aroma que inundaba la casa mientras se cocinaban era una promesa de felicidad inminente, una señal inequívoca de que en pocos minutos disfrutaremos de un manjar hecho con amor, un regalo culinario que trascendía el simple acto de alimentarse.
Otro recuerdo que emerge con nitidez en mi mente es aquel día, un día antes de mi cumpleaños, el 4 de agosto de 2015, cuando te dije: "Mami, este año no quiero regalos materiales, lo único que deseo es que me cocines empanadas de pollo". Y así fue. Al regresar del entrenamiento de Independiente en Villa Domínico con papá, quien había pedido permiso en un colegio para poder llevarme al predio del "Rey de Copas" y permitirme conocer a los jugadores del equipo más grande de Argentina, me recibiste con una sonrisa radiante y las palabras más hermosas que un hijo puede escuchar: "Feliz cumpleaños, hijo, ahí en el horno están listas tus empanadas de pollo". Acto seguido, me abrazaste con fuerza, le mostré la camiseta firmada por mis ídolos y te acompañé a tu habitación para que descansaras, no sin antes sacar una empanada humeante del horno. La probé con ansias y, con la boca llena, me dirigí a tu lado para decirte: "Gracias, mami, te salieron riquísimas las empanadas". Tu rostro se iluminó con una mueca de felicidad y satisfacción, una recompensa invaluable para tu esfuerzo y dedicación.
Recuerdo también que trabajabas en la fábrica de pollo “Pravé” y cada vez que sobraban pollos, los traías a casa. Como en mi familia no son muy amantes de la suprema, para no desperdiciar la carne, solías hacer milanesas de pollo crujientes, hamburguesas de pollo caseras y, por supuesto, las clásicas empanadas de pollo que tanto me gustaban. Casualmente, tu ex patrón, el dueño de la fábrica, es hoy el actual presidente de San Lorenzo, Julio Lopardo. ¡Qué giros inesperados nos regala la vida!
Cada bocado de esas empanadas, ahora, es un viaje en el tiempo, un reencuentro emotivo con tu amor incondicional. Prepararlas para mi papá es una forma de honrar tu memoria, de mantener vivo el legado de amor y unión que construimos juntos. Aunque tu ausencia física duele profundamente, tu presencia en nuestros corazones es imborrable. Cada empanada es un recordatorio constante de tu amor infinito, un símbolo de la familia que construimos y un homenaje eterno a la madre excepcional que fuiste. Es un pequeño acto de amor que perpetúa tu recuerdo y mantiene viva la llama de tu espíritu en nuestras vidas.